Quien lo probó sabe que el ser humano no puede vivir sin amor. El mismo es para sí un ser incomprensible; su vida está privada de sentido si no se le revela el amor, si no se encuentra con el amor, si no lo experimenta y lo hace propio, si no participa en él vivamente: el amor es la impronta que se busca dar y recibir; característica única de la persona humana porque somos libres y el amor, ante todo, es un acto continuo de libertad suprema. Por eso cuando se ama se puede hacer lo que se quiere: porque si se calla, se callará con amor; si se grita, se gritará con amor; si se perdona, se perdonará con amor. Si está dentro de nosotros la raíz del amor, ninguna otra cosa sino el bien podrá salir de tal raíz.
Amor y libertad van de la mano, son inseparables. El acto supremo de la libertad es el amor y no se puede hablar de amor si éste no es libre. No hay amor sin libertad porque no se puede amar sin ser uno mismo y sin elegir al otro libremente. Velle alicui bonum, escribieron los filósofos para definir el amor; querer el bien del otro que no es aplicarle algo externo sino promover su libertad. Es a partir del amor a la libertad del otro que se ama efectivamente. Y es que el que tiene amor siempre tiene algo que dar; tiende a darse. Y porque se es libre, conciente de lo que se hace, del amor que se ofrece, se es responsable. La justificación de sus elecciones converge en la responsabilidad del ser humano con relación a su actuar. Del actuar del hombre es de donde nace su vocación, la vocación universal al amor; amor que es el océano a donde van a parar todas las restantes virtudes.
El amor nunca se da por concluido y completado; se transforma en el curso de la vida, madura y, precisamente por ello, permanece fiel a sí mismo. Sólo el ser humano es capaz de hacer el amor. Esa conciencia debería llevar a aquel abandono que plasmó Virgilio en sus Églogas: “Todo lo vence el amor; cedamos pues, también al amor nosotros”.
Somos capaces de hacer el amor. El amor del prójimo es un camino para encontrar también a Dios. Cerrar los ojos antes el prójimo nos convierte también en ciegos ante Dios y es que amor es ver con los ojos de Cristo para dar mucho más que cosas externas necesarias: es ofrecer la mirada de amor que el otro necesita. Por eso amar a Dios y amar al prójimo son la única y misma cosa. No se trata de un mandamiento externo que impone lo imposible, sino de una experiencia nacida desde dentro, un amor que por su propia naturaleza ha de ser ulteriormente comunicado a otros.
El don más grande que da Dios al corazón humano es el de sepultar su egoísmo mientras su alma se enciende y ama. Si quieres ser amado, decía Séneca, ama.
¡Vence el mal con el bien!
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